Post censurado de Renato Cisneros en blog de RPP
Condones en la Catedral
Mi papá no hablaba de sexo. Nunca. Sospecho que era porque en su casa tampoco se abordaba el tema con naturalidad. Fue a insistencia de mi madre que mi padre –renunciando a su natural parquedad en esos temas ásperos, incómodos– tomó cartas en el asunto para que yo, su hijo de catorce años recién cumplidos, obtuviera alguna información y no me descarriara pipilépticamente.
Fue así que una mañana de sábado de 1990, mientras me cambiaba para ir a jugar fútbol, recibí mi única peculiar clase de educación sexual familiar: hundí mi pie derecho en la zapatilla e identifiqué un cuerpo extraño, blando en el fondo del zapato. Pensé que se trataba de una cucaracha y, azorado, retiré violentamente el pie. Cuando puse la Reebook de cabeza lo que cayó al suelo no fue un insecto, sino un condón. Uno rojo. Mi padre no había encontrado mejor manera de ‘hablarme’ de sexo que camuflando un preservativo en mi zapatilla. Ya con el condón en el bolsillo, empecé a buscar información por mi cuenta para usarlo adecuadamente. Entonces no había Internet, ni cable. Tampoco era sencillo plantarse en una farmacia y pedirle a la boticaria que te explicara cómo funcionaba el jebe. Te miraban como si fueses una tarántula. Como Cipriani miraría al ministro de Salud, más o menos.
Con todas esas limitaciones, solo quedó el método habitual: hablar con la gente del colegio. Peguntar, curiosear, agotar las intrigas que alrededor del condón se acumulaban. Ya después, premunido de cierta base, procedí a husmear en libros o revistas (más revistas que libros, para ser franco). Tenía muchas ganas de usar el forro pero quería hacerlo sin riesgos. Sobre todo después de oír en el colegio el rumor, el mito jamás constatado, de que a un chico de quinto, por tener relaciones sin condón, se le había caído el colgajo.
Así era antes. Cuando no había data. Cuando la tiranía del tabú uniformizaba la ignorancia. Cuando ni papás, ni profesores, ni mucho menos curas te hablaban con franqueza. Felizmente la información siempre se las ingeniaba para llegar. Había que depurarla, pero llegaba. Intuyo que ahora, cuando hay tantísima información al alcance de todos, cuando ya se han vencido ciertos inútiles pruritos alrededor del sexo, cuando ya se habla sin vergüenza, los adolescentes están más protegidos que antes. Es cierto que en muchos sectores, los más humildes, aún reinan el silencio y el desconocimiento, pero justamente por eso es que conviene hablar en voz alta. Para superar de una vez esa sordera producto de tanto secretismo mojigato y pantirrolludo.
Que a estas alturas del partido el Cardenal Cipriani se ofusque porque el Ministerio de Salud reparte preservativos me parece francamente un chiste. Un mal chiste, por cierto. Incurre en el humor involuntario el Cardenal cuando dice que el ministro traiciona a Jesucristo al facilitarles condones a los jóvenes del país, y no dice ni pío (el muy pío) sobre la continua y faltosa racha de pedofilia que le debemos a la Iglesia Católica que él tan políticamente representa desde el púlpito. [Una curiosidad marginal: cada vez que escribo el apellido Cipriani en Word, el correcto ortográfico lo subraya con rojo. Es decir, que ni el Word lo reconoce].
A punto de despenalizar las relaciones sexuales entre adolescentes de 14 y 18 años (¡ya era hora!), la repartición de profilácticos suena a medida sensata, cauta, pero sobre todo realista. Decir, como dice el Arzobispo, que entregar condones fomentará “el libertinaje sexual” es hipócrita. Es miope también. Los adolescentes han tenido, tienen y tendrán sexo, independientemente de lo que diga la Constitución y de lo que piense el Cardenal. El modo en que lo tengan, y su grado de responsabilidad, dependerán de la educación y los ejemplos que reciban en casa y en la escuela. Desde mi punto de vista, lo único que hace el ministro de salud es proteger a los jóvenes de embarazos indeseados que propicien abortos traumáticos.
Leo las declaraciones de Cipriani y, la verdad, me provoca ir este domingo a las afueras de la Catedral y repartir preservativos gratuitamente entre los feligreses. Estoy seguro de que más de uno agradecería el gesto. Incluso, de darse el caso, también se los podríamos repartir a algún curita ajochado e hiperactivo que, en la soledad de la calle, se franquee.
¿Alguien se anima a acompañarme?